Hace unos años, visité a una pareja mayor que estaba vendiendo la casa en la que habían vivido durante más de 40 años. La casa estaba llena de recuerdos, desde las marcas en la pared que mostraban el crecimiento de sus hijos hasta las fotografías familiares enmarcadas por toda la sala. Era evidente que esta venta no era solo una transacción económica; era el cierre de un capítulo importante en sus vidas. Ese día entendí que para ser una buena agente inmobiliaria no solo necesitas conocer el mercado, sino también entender profundamente las emociones y la psicología de tus clientes vendedores.
Cuando conocí a la pareja, me aseguré de llegar a tiempo y vestirme de manera profesional. Una actitud positiva y una sonrisa genuina hicieron que se sintieran cómodos desde el principio. Les dije: “Sé que esta casa tiene muchos recuerdos para ustedes, y mi objetivo es hacer que este proceso sea lo más sencillo y respetuoso posible”. Esa primera impresión, que combinó profesionalismo y empatía, estableció una base de confianza que fue crucial para el resto del proceso.